Cicerón y la Verdad

Concluyamos entonces con Cicerón, tan a menudo acusado de ser solo un veleta, un miedoso, un oportunista; yo considero, gracias también a la aportación de Carlos Lévy, que él mantuvo una posición difícil que pretendía salvar el rigor de los Académicos sin perder la inspiración de los dogmáticos: como suele decirse, demasiado de derecha para agradar a la izquierda y demasiado de izquierda para agradar a la derecha, si se me permite esta metáfora política. En diferentes contextos o en momentos distintos de su vida personal y política, Cicerón dio muestras de inclinarse hacia el relativismo o hacia la búsqueda del fundamentum inconcussum, esto es, entre el segundo y el tercero de los tres puntos de desarrollo indicados anteriormente; y esto, creo, podría explicar las numerosas incoherencias presentes en sus tratados 10. Si el paso del primer al segundo punto (la verdad existe, pero el hombre no puede alcanzarla) es totalmente lógico, el salto del segundo al tercero (el hombre no puede alcanzar la verdad y sin embargo debe identificar los ‘principios no negociables’ como si aquella pudiera alcanzarse) es más arriesgado, aunque muy humano. Y si recordamos las dificultades que el mismo Magris reconoce para definir estos «principios no negociables», se comprende bien cómo las dificultades son hoy las mismas que entonces. Probablemente, Cicerón no fue un filósofo sistemático y riguroso, pero su fidelidad a la Nueva Academia demuestra cuán profundamente honesta y humana fue su postura: honesta, porque él jamás quiso olvidar o minimizar nuestra imposibilidad de alcanzar un fundamentum inconcussum; pero igualmente humana, ya que esta carencia debe o, más bien, debería ser superada de alguna manera para garantizar una vida verdaderamente ‘auténtica’ (eigentlich es el nuevo vocablo heideggeriano) y para evitar que se consume «con dificultad y algunas incómodas ‘incoherencias’»